Desesperación. Nabokov.

miércoles, 18 de febrero de 2009


Discretamente instalado tras el escritorio colocado al efecto, Vladimir Nabokov contesta, con aire altivo, las preguntas que le dirige Bernard Pivot. No le gustaban las entrevistas. Pivot se muestra satisfecho, ha conseguido que Nabokov acepte participar en Apostrophes, el programa cultural que dirige para la televisión francesa.

El autor sólo le ha impuesto dos condiciones: tener acceso de antemano a las preguntas, para así poder leer sus respuestas sobre el papel; y que le sirvan de tanto en tanto un vasito de whisky. Eso sí, los espectadores no deben darse cuenta de nada. "Usted, —dijo Nabokov a Pivot—, pone el whisky en una tetera y durante el programa me va preguntando: ¿Le sirvo un poco más de té, señor Nabokov?” Así se hizo, estamos en 1975.

Por aquellos años Nabokov, —nacido en San Petersburgo en 1899—, reside en Montreux, Suiza. Durante su infancia, la familia, de origen aristocrático, había abandonado el país escapando de la revolución bolchevique. Graduado en Cambridge, su vida transcurrió entre Berlín, Francia y Estados Unidos. Aunque sus primeras obras fueron escritas en ruso, Nabokov se decidió pronto por el inglés como “herramienta de trabajo” a la hora de componer sus textos.

Durante la emisión del programa televisivo, Nabokov, recordando sus años como profesor de literatura, reconoce, —aferrado a sus papeles—, su incapacidad para la improvisación; algo que no encaja con su escritura, en la que destaca un ágil manejo del lenguaje y una habilidad innata para los juegos verbales y la fraseología.

Desesperación (1932) es una buena muestra de ello. Intentar realizar una aproximación a la obra se hace complicado; nada es lo que parece. Y es que Nabokov se definía a sí mismo como un gran “ilusionista”, —a los que tan aficionado era el autor en su infancia—, un contador de historias aparentes, sólo ciertas en la mente de quien las imagina; y en cuya subjetividad queda atrapado el lector por medio de un elaborado sistema de engaños y enredos. La obligación del lector, —afirmaba—, es descubrir el sentido oculto en los detalles; como explica en uno de sus libros, Curso de literatura europea, “combinar pasión artística y paciencia de científico”.

Desesperación es, en este sentido, una de sus mejores farsas. La historia comienza cuando Hermann, fabricante de chocolate, descubre durante un viaje de negocios a Praga a un vagabundo que, —piensa—, resulta físicamente idéntico a él. Asombrado ante su hallazgo, se le ocurre una idea con que poner fin a sus apuros económicos al frente de su empresa: decide asesinarlo y asumir su identidad, para así cobrar su propio seguro de vida y vivir plácidamente junto a su mujer.

Sin embargo, Hermann resulta ser finalmente, y para asombro del lector, un auténtico embaucador. Y es que ni las cosas son exactamente como él nos ha querido hacer creer con tanto empeño ni, —intuimos—, los personajes con los que Hermann comparte a distancia la trama, —principalmente Lydia, su mujer, y Ardalion, el primo de ésta—, son lo que parecía a primera vista. Es entonces cuando nos damos cuenta de que Nabokov, haciendo uso de todo su ingenio narrativo, nos ha mantenido encerrados en una gran trampa, un juego de pistas falsas donde la verdad, la historia real, —aunque tratándose de Nabokov ninguna historia lo es—, corre paralela, —ajena podríamos decir, tal y como el lector la percibe—, a la versión deformada de los hechos que Hermann imagina.

Aunque hay que decir, en defensa del autor, que tras una lectura más atenta son muchos los indicios, los “detalles”, —que decía Nabokov—, que desde el principio del relato tendrían que haber hecho dudar, al lector más confiado, acerca de la sinceridad de Hermann y de su delirante charlatanería.

Y es que Hermann es un individuo huraño y ególatra, cuyo cinismo e inestabilidad psicológica se hacen evidentes a medida que transcurre el relato: padece ataques de histeria descontrolados, en ocasiones duda acerca de la exactitud de sus propios recuerdos, no tiene problemas en reconocer su afición a la mentira; exagera; se contradice inexplicablemente; cuando está con su mujer inventa episodios en los que juega a disociarse en su otro yo; encuentra réplicas de su vida allá por donde va; presa de sus propios delirios, llega incluso a insultar al lector en su intento por convencerle de que cuanto dice es cierto.

Pero además, —al igual que sucede con muchos de los personajes de Nabokov—, Hermann, en su locura, confunde hasta tal punto sus sentimientos y la percepción de la realidad, que se reinventa a sí mismo a través de un alter ego con el que, finalmente, descubrimos que ni tan sólo existía parecido físico. “No hablo como escritor, sino como asesino real” le dice al lector al principio de su relato. Ajeno a la monstruosidad de su acción, carece de todo sentimiento de culpabilidad; su única preocupación es que los demás no reconozcan la perfección de su obra, la sublime meticulosidad con la que lo ha planeado el asesinato de su otro yo.

Pese a la conocida aversión que Nabokov tenía hacia las teorías psicoanalíticas de Freud, es difícil no ver en el tema del doble una vía, por parte de Hermann, de redimirse a sí mismo mediante la inevitable destrucción de su alter ego, al que considera una amenaza en su réplica de sí mismo.

En este sentido, llama la atención la disociación mental que realiza sobre su vida familiar, en la que combina el desprecio más absoluto hacia su mujer con una imagen idealizada de felicidad conyugal. Sólo mediante su convencimiento de su dominio sobre ella, consigue hacer frente a sus complejos más autodestructivos. Ella y su primo son, muy al contrario de lo que nos quiere hacer creer Hermann, la parte lúcida y racional que da coherencia a la historia, que rompe su delirio.

Pistas en las que es posible percibir en ocasiones la voz semioculta del propio autor, quien da comienzo al libro con el siguiente párrafo: “Si no estuviese absolutamente convencido de poseer un gran talento literario (…) ni siquiera hubiese habido nada que describir, ya que, amable lector, no habría ocurrido absolutamente nada.”

A través de artificios más o menos sutiles, Nabokov aprovecha las divagaciones de Hermann para dejar caer sus opiniones respecto a temas ya recurrentes en él: su habitual recelo ante los críticos y a una interpretación excesivamente superficial o preconcebida de sus obras; u otro de sus grandes caballos de batalla, el rechazo, —incomprensible para muchos—, a las novelas de algunos de los más reconocidos escritores rusos, como es el caso de Dostoievsky, a cuya obra “Crimen y castigo”, rebautiza como “Crimen y hastío”; o su menosprecio hacia los relatos de detectives —léase Sherlock Holmes—, y hacia las historias de corte psicológico, sobre las que Nabokov dijo en una ocasión: “El estilo y la estructura son la esencia de un libro; las grandes ideas son idioteces”.

Pero si algo nos queda claro tras la lectura de la obra, es el convencimiento de que Nabokov ha conseguido lo que se proponía: penetrar en la inmanencia de las cosas, provocar nuestro escepticismo hacia la propia obra como artefacto literario y demostrar que la realidad no es algo categóricamente objetivo e inamovible; incluso la Naturaleza consigue engañarnos y conformar nuestra percepción de las cosas, —como explicaba el autor a sus alumnos durante sus clases de literatura—.

Porque… ¿Qué hay de real y qué no fuera de la mente perturbada de Hermann? Para sacar una conclusión acertada habría que dejar hablar a cada uno de los personajes y, aun así, nunca llegaríamos a la verdad. Todo depende del ángulo de visión, parece decirnos Nabokov.